«[Los alquimistas debieron] buscar mucho tiempo y emplear numerosos años en el descubrimiento del fuego secreto. El jeroglífico disimula, en efecto, la naturaleza psicoquímica de los frutos de Hespera, frutos cuya madurez tardía no disfruta el sabio hasta su vejez, y que no recoge sino casi en la atardecida de la vida, en el poniente de una laboriosa y penosa carrera. Cada uno de esos frutos es el resultado de una condensación progresiva del fuego solar por el fuego secreto, verbo encarnado, espíritu celeste corporizado en todas las cosas de este mundo. Y son los rayos juntados y concentrados de ese doble fuego los que colorean y animan un cuerpo puro, diáfano, clarificado, regenerado, de brillante reflejo y de admirable virtud.
[…]Ahí está el rubí mágico, agente provisto de la energía y la sutileza ígneas, y revestido del color y de las múltiples propiedades del fuego. Y ahí está, también, el óleo de Cristo o cristal, de lagarto heráldico que atrae, devora, vomita y da la llama, extendido en su paciencia como el viejo fénix en su inmortalidad.
[…]Para los iniciados de Isis, el Gardal era el jeroglífico del fuego divino. Y ese dios Fuego, ese dios Amor se encarna eternamente en cada Ser, ya que todo en el universo tiene su chispa vital. Es el Cordero inmolado desde el comienzo del mundo, que la iglesia católica ofrece a sus fieles bajo las especies de la Eucaristía conservada en el copón como Sacramento de Amor».
–Extractos de la obra Las moradas filosofales, del V.M. Fulcanelli–.
«Negarse a asumir la responsabilidad de la individuación, resistirse a la Gnosis apelando a la terquedad del EGO, no es alcanzar la libertad sino persistir en el cautiverio. No somos libres para elegir nuestro destino, pero nuestra Gnosis, o Conciencia, nos puede dar la libertad de aceptar este destino como una tarea que nos encomienda la ley del crecimiento espiritual».
–Extracto de la obra Jung, el gnóstico, de Stephan Hoëller–.